Pedro Burruezo evoca el huerto/jardín andalusí en un texto en el que se deja apoyar por los poetas de al-Ándalus para describir la belleza de aquellos espacios en los que se unía producción alimentaria, jardín ornamental y presencia teofánica.
¿Qué fue, sí, de aquellas amables reuniones que celebrábamos
en mejores tiempos, cuando era posible hacerlo?
Las plantas y las flores de los vergeles se emulaban como leones,
y la tierra animaba a los árboles, como los árabes animan a sus compañeros.
Cuando se adornaban con el ornato de sus propias flores,
éstas los dejaban maravillados por su belleza.
Sólo en mayo y junio eran novias que tenían quien las solicitase en matrimonio.
Ante la aparición de sus frutos, cubriéndolo todo,
los ojos creían contemplar jacintos, y la boca paladear la miel…
En los últimos años previos a la caída de Granada,
Muhámmad al-‘Arab, secretario y poeta áulico de Boabdil,
describe con nostalgia las fiestas y
reuniones primaverales en las huertas granadinas
al-Ándalus es el nombre con el que se conoció a todas aquellas tierras, gobernadas por musulmanes, que habían formado parte del reino visigodo: la península Ibérica, la Septimania francesa y las Islas Baleares. La llegada del islam a partir del S. VIII marca el comienzo de un nuevo y más profundo desarrollo agrícola en la Península Ibérica. En ese momento, la agricultura peninsular germina, nunca mejor dicho, y da frutos extraordinarios en base al gran conocimiento de los grandes sabios y sabias andalusíes.
LA NOSTALGIA DE LA DIÁSPORA
En la cosmovisión islámica, y en este caso la cosmovisión islámica de los andalusíes, el huerto y el jardín deben ser como una evocación del Paraíso. Son numerosos los textos de los andalusíes forzados a emigrar de las zonas conquistadas que evocan, con sublime poesía, en su diáspora, los bellísimos jardines andalusíes cuajados de frutales, verduras, flores… Jardines visitados por fauna silvestre y, además, lugar de encuentro de amantes y, también, templo para las oraciones y el recuerdo del Amado. En el islam, el sello de la profecía, todo el cosmos es un templo bendito. Abul Husain Ibn Safar, de Almería, escribe esto: “¡Valle de Almería! Haga Dios que jamás me vea privado de ti. Cuando te veo, vibro como vibra al ser blandida una espada de la India. Y tú, amigo que estás conmigo en el paraíso, goza de la ocasión, que hay aquí delicias que no existen en el paraíso eterno”.
HUERTOS Y JARDINES: UNA MISMA COSA
Hoy, dividimos claramente entre el huerto alimentario y el jardín ornamental. Pero, en los tiempos de al-Ándalus, la división no estaba tan clara. Entre las rosas aparecían los calabacines. Y, entre los naranjos, los geranios. Formaban parte de un mismo todo. El poeta valenciano al-Russafi, cuyo nombre hoy da vida a un barrio de la ciudad del Turia, muy cercano a su estación central, escribió: “No hay lugar como tu huerto, Ibn Rizq: / Jardín brillante, arrollo presuroso”. Abu Yafar señaló: “¡Acudid en nombre de Dios a un huerto… De adornadas ramas y bordadas túnicas”. Porque el jardín/huerto tenía también funciones sociales. Es decir, se visitaba el jardín/huerto como el que hoy se va a un bar, al cine o de compras. Los andalusíes competían en quién tenía el huerto/jardín más bello y gustaban de ser visitados por otros/as para que contemplaran su hermosura.
LA ELEGANTE ERÓTICA DEL JARDÍN
El jardín/huerto era visto, a los ojos de los poetas, como un lugar donde la belleza se manifestaba en su máxima expresión. Así, por ejemplo, Ibn Ammar… contemplaba el huerto/jardín y veía la beldad de mujeres y donceles: “El jardín es como una bella, vestida con la túnica de sus flores. / Y adornada con el collar de perlas del rocío. / O bien como un garzón, que enrojece con el rubor de las rosas. / Y se envalentona con el bozo del mirto”. Ibn Jatima describe así una calabaza: “Lleva una chilaba de seda. / Y se cubre con un largo velo. / Y los hombres no pueden tocarla. / El jardín la saluda humedeciendo blandamente su cuerpo. / Parece la pierna de una joven… a la que se le arrebató el Destino”. Pero también hay lugar para la evocación más profunda en el espacio agrario/ornamental. Al-Nubah escribió: “Oh, jardín, con las estrellas de tus flores… / ¡apareces vestido de deslumbrante belleza! / En medio de ti, el río desenvaina blancas espadas… / como canas que salen de la raya entre negra cabellera. / Cuando va raudo por entre el ver… / lo imaginas brillante de hermosura como la luna… / Refulgente como relámpagos… / Como si el susurro del agua al tropezar con las piedras… / lágrimas fueran de afligido y suspiros de enamorado”.
BELLEZA TEOFÁNICA
El jardín/huerto era visto, en su esencia, como una manifestación teofánica. Es decir, la manifestación de lo divino con forma de Naturaleza. Y su variedad, enriquecedora, también tenía algo de teofánica, pues, como se sabe desde la tradición, la unicidad divina se muestra, en el mundo terrenal, en su multiplicidad. El monocultivo, por ejemplo, es algo que no se entiende ni podría entenderse desde la visión islámica. El jardín es, o puede serlo, una forma o un espacio para la revelación, un lugar, simbólico o no, donde los misterios divinos, donde las ciencias esotéricas se muestran, para el alma avizor, de forma muy notable, presente, evocadora. Ligado al alimento (y, por tanto, a la necesidad de alimentarse, y, por ende, a la vulnerabilidad humana), ese espacio y su belleza muestran en todo momento, para el ojo bien abierto, la sustancia de la vida y la razón de ser del jardinero/horticultor: venerar al Amado y a todo de lo que Él obtiene.
LOS ENCUENTROS
Abu Yafar escribió esto a su amada. Los encuentros entre los amantes solían darse en los huertos/jardines de aquel al-Ándalus preñado de gusto por la poesía, la danza, la música, la gastronomía, la limpieza, la espiritualidad profunda y la ciencia (una ciencia al servicio del conocimiento, y de no de las empresas, como ocurre hoy en día). Hoy, los permacultores, los biodinámicos y los de la agricultura regenerativa imitan, lo sepan o no, a aquellos locos de amor que veían al Amado, el del Cielo o de la Tierra, entre pimientos, pepinos y lechugas…
Dios quiso protegernos aquel día
cuando nos confesamos nuestro amor.
Una dulce brisa en nuestro jardín soplaba
como venida de barcos en la lejanía.
Venia del Nayd un perfume que al llegar
el aroma del clavo delicioso difundía.
Y la tórtola cantaba entre el boscaje
curvando las ramas del arrayán
sobre el arroyo que lo cruzaba…
Verías al jardín como alborozado
porque fue testigo de nuestro amor,
y no faltaron retozos, besos y abrazos…
Pedro Burruezo